07 abril, 2006

El paseo

Voy caminando de manera pausada por el muelle. Admiro los barcos anclados y me pregunto si esa barquita de apariencia frágil podrá surcar los mares cuando están embravecidos. Hace frío y mis manos recuperan una chaqueta fina que llevo sobre los hombros. Cuando salí de casa pensé que el buen tiempo me acompañaría y, efectivamente, el sol ha surcado todos los caminos hasta mi destino pero la brisa que ofrece el amplio horizonte que diviso, en estos momentos, enfría mi piel.

La temporalidad ha sido olvidada cuando cerré la puerta de casa. Quiero estar sumida en mis pensamientos y dejarme mecer por el viento. Me acompaña la soledad y disfruto con su presencia. Mi atención es reclamada cuando observo algunos propietarios de los barcos fastuosos que permanecen anclados con paciencia y calma en el puerto. Los hombres rudos que tienen que batir todos los días al destino navegando por unas aguas que les proporcionarán los alimentos para subsistir, no están. Los hombres que veo están bronceados y visten deportivamente ocultando su poder en esta vida. Las marcas de todo cuanto les rodea así me lo dice. Las joyas bañadas en el rico metal de color dorado que lucen las mujeres emiten destellos de grandeza y, durante unos segundos, mis ojos se bañan en ese colorido.

El paseo está resultando íntimo y tranquilo. Mis sentidos se agudizan ante el mínimo vuelo de un ave, y el espíritu medita junto a mis pensamientos. Unas tablas sobresalientes del camino ordenan que frene mis pasos y el cuerpo reacciona ante la orden de forma pausada, pero decidida. Ahora mis ojos están a la altura de las partes traseras de esos barcos que, incongruentemente, son las puertas de entrada. La mirada se pasea por sus cascos blanquecinos y relucientes, el sentido del tacto busca tocar el frío metal que sirve de barandilla y mis pies huyen del agua porque quieren visitar ese paraíso inalcanzable. El cuerpo reacciona ante la demanda y camina en dirección contraria. Mente y cuerpo comienzan a dialogar sobre ese presente-futuro increpando los momentos que pudieron llegar alguna vez, pero que nunca lo hicieron. El cerebro no sabe a quién debe darle fuerza porque se debate entre pensamientos y movimiento, pero una centésima de segundo es suficiente para impulsar al cuerpo a soñar.

El camino a la popa es fácil. Basta con dar un paso más y la fría sensación de la barandilla estará bañando la palma de las manos. El silencio reina en toda la nave y esa sensación acompaña para sentarme en la cubierta observando el vuelo de las aves. La mirada se pierde en el cielo y la piel se baña del olor a mar. Los pensamientos decrecen y la libertad aumenta. Los ojos se cierran ante tanta belleza y la relajación produce calma entre mente y cuerpo.


Resulta placentero disfrutar de todas esas sensaciones...


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