16 mayo, 2006

Cuatro edades.

Después de la intensidad de los días pasados la pena se adentra en mí interior. El colofón fin de fiesta.

Pena por dos personas, y pensamientos de preocupación por otras dos. Una es anciana, otra de edad media acercándose a la madurez, la tercera es una persona joven como yo y la cuarta… sangre de mi sangre. Les une un lazo que he tenido muy cercano estos días pasados y estaba más concienciada en el tema: La Salud.

La primera es una anciana muy especial. Con una edad muy avanzada y, por tanto, portadora de multitud de experiencias en la vida. Una afección hace que permanezca postrada en una cama de hospital y la pena se ceba en mi corazón cuando imagino su cuerpecito frágil. El miedo se adelanta y trae a mi mente el temor de la muerte. No quiero que se vaya aún.

La segunda es de una edad media que camina, poco a poco, hacia la madurez. Alguien que tuvo una vida completamente distinta de la que tiene en el presente. Alguien que, a pesar de su enfermedad, quiere sentirse útil para otras muchas personas. Un corazón cándido que necesita compañía para compartir inquietudes y ayuda. Alguien que, desde el momento que conocí, entró en mi corazón.

La tercera persona es una mujer como yo que comparte algo más conmigo: La enfermedad. Existe una gran diferencia entre ambas porque nuestras miradas al lobo son distintas. Para ella es algo que no quiere proclamar a los cuatro vientos y, sin embargo, yo me muero por hacerlo. Aún está en la fase de asimilación y debo respetarlo.

La cuarta es de sexo masculino. Alguien que nació hace más años que quiera recordar. Sangre de mi sangre. Una simple afección me da preocupación, pero respiro con alivio pensando que no durará mucho.

Hay dos personas que están completamente sanas y mi preocupación o pena se van cuando pienso en ellas. Las dos son jóvenes pero existe diferencia en sus edades. Una es mujer, y la otra persona es hombre. Una amiga preocupada y un hombre feliz con la vida que lleva.


Cuanto se aprende de la vida… y de las personas.


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